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jueves, 28 de mayo de 2009

El misterio de las líneas rectas que enlazan puntos sagrados. El Abad Oliba.

Cuixà- Ripoll- Montserrat

UNA PRODIGIOSA LINEA RECTA EN EL SIGLO XI

Martí Pié Boada


Pervivencias de un mundo perdido en los monasterios medievales (971 – 1046)


Hijo del conde de Cerdanya Oliba Cabreta, conde de Besalú i Cerdanya, en el siglo XI el abad Oliba lo fue de los monasterios de Ripoll i Cuixà (1008-46) a la vez que ostentaba el título de obispo de Vic (1018-46). El abad Oliba fundó el monasterio de Montserrat, priorato del cual sería superior.
Los escritos de los antiguos y los restos arqueológicos no llegan a disipar, ni mucho menos, todas las brumas que ocultan los orígenes profundos de nuestra civilización occidental. Por el escritor romano Estrabón sabemos de danzas populares celebradas en ciertas épocas del año a la entrada de cavernas sagradas y, siglos después, encontramos documentado que el obispo encabezaba danzas sacras ante la catedral de Chartres (nueva “caverna” sagrada construida por el ingenio humano). En tiempos medievales, la memoria popular retenía gran parte del legado ancestral que hoy se ha perdido o tan sólo entrevemos. Alrededor del año mil convivían más y más vivas costumbres paganas como la Fiesta de Maya. Mucha de la toponimia reflejaba sin añadidos o cambios su sentido primario, multitud de puntos sagrados conservaban la forma de veneración ancestral en lugar del templo románico que pronto iba a construirse en su lugar, muchas fuentes sagradas conservaban su sentido primario. Antiguos dioses con un “san” añadido a su nombre secular, veían como su identidad era sustituida por la de un supuesto mártir ejemplar venido de oriente para cantar las excelencias monoteístas a nuestros gentiles antepasados. Tamizado en mayor o menor intensidad, un saber antiguo se transmitió como un conocimiento las más de las veces hermético a través de la nueva religión cristiana que se imponía: un ocasional factor de evolución frente al de revolución e incluso al mismo de imposición. La equiparación cristiana del “Hijo de Dios” con “el Padre” y “su Espíritu” no era en modo alguno un factor innovador y de ahí su aceptación: la Trinidad era la expresión de las distintas vertientes de la divinidad sometidas al Todo; el hijo del hombre deviene Hijo de Dios por la elevación de su espíritu, los mortales acceden a la divinidad a semejanza de los antiguos dioses. La religión y la cultura cristiana es heredera, al menos en parte, de un mundo previo. Un mundo no judío. La Virgen María, tan parcos en detalles sobre ella los evangelios, es ante todo “Nuestra Señora” y retiene el sentido de la “Gran Madre” de la antigua religión: Maia, Mari, María. Con el cristianismo un acervo se perdía en occidente mientras otro permanecía en una misma Iglesia que progresivamente se empeñaría en ocultar, ignorar e incluso combatir parte de los verdaderos orígenes de la sociedad en la que se implantaba.






Monasterio de Ripoll



LOS MONASTERIOS
Sin embargo, en el siglo VIII, una forma de espiritualidad radicalmente monoteísta conquistaba la práctica totalidad de la Península Ibérica y penetraba en la Galia; una religión que representaba una total fractura con el reconocimiento de las diversas facetas en la divinidad, una religión que representaba la negación del Hijo de Dios. El Islam, una creencia similar a la del ya antes existente y derrotado arrianismo, avanzaba victorioso. En la invasión musulmana muchos hispano-visigodos arrianos veían vengada por la acción de sus allegados ideológicos árabes la derrota inflingida por Recaredo poco más de un siglo antes; algo que explicaría el misterio de la insólita - por rápida - conquista de la mayor parte del suelo peninsular y de la Septimania: un segmento de la nobleza estaría con ella.
Se daba una vuelta de tuerca más en el concepto del monoteísmo.
Tras la victoria de Carlos Martell en Poitiers en el 732, los francos habían reconquistado en el 768 toda la Septimania mientras las tropas musulmanas retrocedían al sur de los Pirineos. La parte de la cordillera antes ocupada volvería así a formar parte de un mundo espiritual más próximo a lo que de antiguo había sido. A sus pies se extendían las ancestrales Hispania y Galia, territorios en las que unos nuevos señores se establecían: los condes francos. Nacía la Marca Hispánica, embrión de la actual Cataluña. Ya en tiempos visigóticos se habían construido algunos monasterios a semejanza de las primitivas lauras orientales de San Pancomio y San Jerónimo, establecimientos monásticos como Sant Cugat, Gerri o St. Pere de Roda situados en zona reconquistada superaban el difícil período de dominación musulmana y continuaban su devenir histórico. Mientras, nuevos cenobios eran creados siguiendo el avance franco y se multiplicaban a un lado y otro de los Pirineos. El monasterio constituía un importantísimo elemento de la fe restablecida al tiempo que un factor de repoblación y afianzamiento del territorio. La regla benedictina organizaba con eficiencia la vida monacal. La orden creada por San Benito de Nursia, muy afecta al poder franco desde el momento en que Carlomagno la tomara bajo su protección, ocupaba progresivamente tanto los monasterios nuevos como los existentes bajo el poder visigodo. Los benedictinos quedaban como herederos en parte (también en parte como destructores de esa heredad) de un conocimiento anterior, como depositarios de la antigua cultura occidental.














EL ABAD OLIBA
En los Pirineos, el culto en los bosques, cuevas o megalitos daba paso a construcciones en donde habitar la fe. En torno al año 971, la condesa Ermengarda, esposa del conde de Cerdaña y de Besalú, Oliba de sobrenombre “el Cabreta”, daba a luz al tercero de sus hijos que sería bautizado con el mismo nombre de su padre. Bisnieto de Guifré el Pilós, pertenecía a la familia que dominaba la mayor parte de la Marca Hispánica, los condados de Urgell, Cerdaña, Besalú, Osona, Manresa, Gerona y Barcelona. La formación del joven Oliba habría tenido lugar en el monasterio de Ripoll. Probablemente por influencia de su tío, el obispo y conde Miró II Bonfill, y de su amigo el Dux de Venecia Pedro Urséol retirado a monje en el monasterio de Cuixà, Oliba adquirió el convencimiento para vestir los hábitos. En el 1002 ingresaba en el monasterio de Ripoll mientras que al año siguiente renunciaría al cargo condal de Berga y Ripoll para repartir el condado y sus bienes personales entre sus hermanos y diversos monasterios. En el 1008 era elegido abad de los monasterios de Santa María de Ripoll y de Sant Miquel de Cuixà, dos de los más importantes en su época. Hombre que combinaba idealismo y praxis, la vida de Oliba transcurriría como un compromiso con la paz y la justicia posible en un contexto de abusos y luchas entre nobles. Reflejo de una vida a caballo de un Pirineo que el ancestral vivir de sus gentes ha tenido siempre más por cordillera de unión que de separación, procuró imponer a ambos lados la concordia hasta lograr establecer la institución “Pau i Treva” (“Paz y Tregua) o “Treva de Déu” (“Tregua de Dios”). También consiguió establecer (o restablecer) un respeto por la “sagrera”, la zona alrededor de un punto sacro que se constituía en refugio a respetar frente a la acción de la violencia.
A las obligaciones de Oliba como abad se uniría en el 1.018 una de nueva: la de obispo de Vic. Entonces fijó su atención en una peculiar zona de la nueva diócesis y que a la vez dependía del monasterio de Ripoll: la montaña de Montserrat, de una sacralidad inmemorial. ¿Su objetivo? Fundar en ella un nuevo cenobio, un priorato del que él mismo sería superior. Montserrat tenía ya un monasterio en sus laderas: Santa Cecilia. La montaña, tras ser reconquistada a los musulmanes, había sido donada en alodio a Ripoll en el 888 y en el 933 por los condes Guifré el Pilós y Sunyer respectivamente. No obstante, hacia el 950, Cesari, un peculiar y enigmático personaje que pretendía ser también arzobispo de Tarragona, obtuvo de la condesa de Barcelona la donación de una parte del macizo donde fundar el citado monasterio de Santa Cecilia así como la posibilidad de anexión de algunas ermitas, entre ellas una dedicada a Santa María, a “Nuestra Señora”. Oliba hace que Ripoll reclame sus derechos sobre Montserrat y reivindique la propiedad de la montaña. Sin embargo, de forma sorprendente, no pleiteó por el monasterio de Santa Cecilia. El lugar del interés del abad Oliba era otro: el preciso y exacto lugar en el que ya se veneraba a la Madre: la ermita de Santa María.
Según la leyenda, en el año 880, un sábado al anochecer, unos pastorcillos divisaron sorprendidos cómo sobre la montaña de Montserrat una luz descendía del cielo entre una suave melodía. Al sábado siguiente volvieron con sus padres y tuvieron la misma visión. Avisado el obispo, fueron con él al lugar y por cuatro sábados consecutivos experimentaron lo mismo. Apercibidos de hacia donde la luz dirigía su resplandor, llegaron a aquel punto. Allí, en el silencio (“silencio”, cuya raíz es la misma que isil, “secreto” en vasco, el mismo nombre de Isis), en la secreta oscuridad de una cueva, hallaron la imagen de una Virgen Negra. De una Virgen Negra. Intentaron llevársela pero - como tantas veces se atribuye a una imagen encontrada - les fue imposible. Maia es el lugar, la tierra misma. Una leyenda. Una leyenda que, para ser leyenda, aporta un dato tan preciso como el año del suceso: ¿el año de la recuperación de una antigua imagen puesta a salvo de los musulmanes iconoclastas? En esa zona que la leyenda cita, en la inmediación del punto esotérico de la cueva, en la ermita de Sta. María, decidió Oliba establecer su cenobio.















También una leyenda narra la existencia de una devoción anclada en la noche de los tiempos en el monasterio de Ripoll: los musulmanes en su avance habían destruido el antiguo culto a Nuestra Señora. Años más tarde, Carlomagno, en su labor de reconquista, halló a cinco ancianos que de forma milagrosa habían conseguido preservar dicho culto. El emperador expresó su deseo de construir un monasterio pero sus obligaciones lo reclamaron a otros lugares, lo cual fue aprovechado por los sarracenos para lanzar una razia y asesinar a los cinco ancianos. Sin embargo, éstos habían logrado ocultar la venerada imagen de la Señora tras un muro. Ya bajo el mandato del conde Guifré el Pilós (Wifredo el Velloso), éste decidió construir el monasterio que el monarca proyectara, aunque no obstante nadie sabía del paradero de la imagen venerada. Una noche, el conde tuvo un extraño sueño: una dama de gran belleza se le apareció y le invitó a que la siguiera hasta unos acantilados para señalarle un muro que se confundía con el roquedo. Advirtió entonces el conde la presencia de un anciano que rezaba ante aquella pared. Se acercó y se percató de que era el mismísimo emperador Carlomagno. Éste le habló acerca de restaurar el antiguo culto del lugar. Guifré tomó como suya aquella voluntad, se comprometió en la búsqueda de la imagen oculta y expresó la intención de que, en caso de encontrarla, regalaría a la Virgen María la más valiosa de las joyas que pudiera encargar. Guiado por el pasaje onírico, recorrió con la ayuda de los monjes del nuevo cenobio las cercanías de Ripoll hasta hallar los acantilados que la dama le mostrara. Allí estaba el muro ante el que había visto rezar a Carlomagno. Al acercarse, la pared se desplomó para descubrir la entrada a una cueva y, en ella, la imagen que parecía aguardarlos. El hijo del conde – Radulf - que luego vestiría los hábitos de monje en el monasterio, ofreció la joya prometida por su padre. Santa María de Ripoll constituye pues otro lugar de santidad desde antiguo, la Madre es allí venerada desde tiempos ancestrales, la misma Maya o Mari venerada en todo el occidente y que hoy todavía se conserva en el recuerdo de la mitología vasca. María. La Señora.
Más al norte, en la vertiente gala de los Pirineos, en la falda del macizo del Canigó, el monasterio de Cuixà tiene su origen en las catastróficas inundaciones del río Tet que en el año 878 acabaron con el antiguo cenobio de Sant Andreu d’Eixalada.














Al quedar éste destruido, la congregación se trasladó hacia un terreno propiedad de un monje, Protasio, que había levantado allí una celda monacal dedicada a San Germán. En el monasterio de Cuixà, se decía que en la cripta se guardaba algunas reliquias del escenario de la Natividad. La conocida como “Cripta del Pesebre”, cueva en el seno de la Madre Tierra, está bajo la advocación de la “Mare de Déu” (Madre de Dios). Tras las naves custodias dedicadas a los arcángeles Gabriel y Rafael se debe cruzar una puerta de grueso dintel para acceder al santuario. La cripta es un recinto de planta circular, en realidad anular debido al macizo pilar central que sostiene la vuelta de cañón del techo. Una sorprendente esfericidad en todo el ámbito semeja el útero materno. Allí se abre a levante una absidiola que alberga el altar de María, la Madre. El conjunto del monasterio está dedicado a San Miguel, el vencedor (aprehendedor) del dragón, de la serpiente que se estira sobre el terreno para conectar los puntos de santidad. La iglesia de Sant Miquel de Cuixà fue comenzada por el abad Ponç (muerto el 958) y continuada por el gran abad Garí que la consagró en el 975. El otro gran abad que les seguiría, Oliba, daría relevancia a unos puntos unidos en la distancia, unos puntos sagrados que presentan una especial característica. Un sutil y a la vez colosal detalle.

LA LINEA RECTA
Sant Miquel de Cuixà y Santa María de Ripoll - los dos monasterios de los que Oliba era abad - más Sta. María de Montserrat - el nuevo priorato fundado por él y del que sería superior - quedan unidos en la gran distancia por una sorprendente y precisa línea recta. Desde la vertiente norte de los Pirineos hasta el sur de la Marca Hispánica una larga senda completamente recta se extiende salvando montañas, collados, cursos de agua o barrancos. ¿Conocía el abad Oliba esa característica? ¿Fue una razón más para la decisión del obispo de Vic de establecerse en un lugar especialmente mágico de la sagrada montaña de Montserrat despreciando el ya existente y más desplazado cenobio de Santa Cecilia? Los tres puntos sagrados, los tres monasterios de Oliba, se alinean con total, con precisa exactitud salvando una enorme distancia de 120 kilómetros en línea recta. La vieja senda que Alfred Watkins rescató en Inglaterra de un olvido secular dándole el nombre de “ley”, une allí con trazos todavía perceptibles sobre la verde campiña británica los diversos puntos sagrados. Mudos testigos de un conocimiento anterior, los leys conforman la tela de araña que cubre el mundo: la línea que une el punto más oriental de Inglaterra (Ness Point en East Anglia) con el más occidental (Land´s End en Cornualles) a través de Avebury y Glastonbury, la que en el Pirineo enlaza las iglesias del valle de Boí (Erill - Boí - Taüll), las alineaciones que en Carnac de Bretaña apuntan al Mont-Saint Michel en Normandía, las líneas que se cruzan en Nazca, las sendas del dragón en China... Una cultura que un día cubrió el mundo y de la que hoy sólo podemos conjeturar sobre ella, un concepto místico, tal vez una corriente telúrica que sigue el curso de los alineamientos, una línea que une los antiguos santuarios cristianizados en nuestro mundo occidental: templos edificados en lugares de un carácter sagrado ya de antiguo, sobre cimas, en cuevas, en confluencias o emergencias de corrientes de agua..., unas zonas en las que se concentra una energía que un día rigió la tierra. El buen emplazamiento podía ser revelado, sino por conocimiento previo, sí por inspiración o revelación en base a algún hecho excepcional: la primitiva creencia de que los verdaderos centros sagrados podían localizarse por la interpretación de signos y portentos como la aparición de la Señora o de su imagen y por su resistencia imposible de dominar a ser trasladada a otro lugar. En definitiva lo que es lo mismo: la veneración del lugar en sí más que la veneración de la propia imagen. En tales alineaciones la figura de San Miguel, el vencedor del dragón, del conocimiento hermético, se hace presente. Aún en el tardío siglo XII encontramos referencias a la vieja línea recta. Así, Geoffrey de Montmouth situó la construcción de sendas rectas en Gran Bretaña durante el reinado del legendario rey Belinus:
“...convocó a todos los trabajadores de la isla y ordenó que se construyese con piedras y mortero un camino para los carros que debía abarcar toda la longitud de la isla, desde el mar de Cornualles hasta la costa de Caithness y que debía ir en línea recta de una ciudad a otra a lo largo de todo el trayecto. La calzada se construyó, así como otras dos que se cruzaban sobre ella en diagonal, siendo toda la red terreno sagrado. Quien allí penetrara, al igual que en una iglesia, estaría a salvo de ataques o detenciones, quedando, en consecuencia protegidos los viajeros que por ella se desplazasen."

LA “CRUZ CELTA”
Oliba sentía la vocación monacal, se entregaba a la vida contemplativa cuando sus obligaciones se lo permitían. Era común en él pasarse un noche entera rezando para oficiar la misa a la mañana siguiente. ¿Fue una suerte de guía del destino su elección como abad de Cuixà y Ripoll y la posterior elección de Sta. María en Montserrat? ¿Se trató de una inspiración, de un quid divinum? ¿O fueron, en cambio, unas decisiones tomadas deliberadamente, conocedor el conde, abad y obispo de un saber oculto que un día se extendiera por todo el orbe? ¿Podemos creer que tan sólo se tratase de una simple casualidad? Se puede considerar a Oliba como a un hombre santo en la plena acepción de la palabra aun cuando la iglesia, en su peculiar interpretación de la santidad, ni siquiera lo ha beatificado. Era – según palabras del historiador Ramón d’Abadal - hombre bondadoso y prudente de carácter entero e incorruptible, dotado de un gran espíritu de devoción y de una gran sensibilidad. La virtud del gran abad - según su biógrafo, el padre Anselm M. Albareda – “transparentaba en todos sus actos y era vislumbrada por todos”. A menudo sus contemporáneos le tributaron elogiosos calificativos que no suelen darse en vida. Hombre venerado, al que se le llegaron a atribuir hechos milagrosos, podía haber recibido una suerte de iluminación, de clarividencia. Pero también hombre de profunda cultura, introductor de novedades arquitectónicas como la vuelta de cañón, la cúpula, las arcuaciones lombardas o los grandes campanarios, preocupado en aumentar el número - hasta triplicarlo - de los volúmenes de la biblioteca de su monasterio de Ripoll, habría accedido sin duda a muchos de los más profundos conocimientos de la época. El hijo de un conde y conde él mismo, descendiente de la familia más poderosa de un área que más tarde sería conocida por Catalunya Vella, educado desde la infancia en un monasterio para convertirse luego en monje, abad y obispo, podía conocer mucho o parte de una cultura, de una religión, de un saber que una vez había sido. Un elemento aparentemente marginal de la personalidad de Oliba nos puede aportar algo más de luz: su firma. Al nombre, más las letras EPS referentes a “obispo” sigue, al uso medieval, un símbolo: un círculo con una cruz en su interior y, en cada uno de los cuatro espacios que forman los brazos, un punto.
Este símbolo ancestral lo acostumbraban a usar los notarios del medioevo para hacer firmar a quien no sabía escribir, dejando un punto de los cuatro por hacer, para que lo pusiera el firmante. No es éste el caso, evidentemente, de Oliba. Encontramos el mismo símbolo en varias firmas del abad e incluso parece ser que lo lucía en su anillo, por lo que podemos colegir que se trataría de un signo que habría hecho suyo. Un signo interpretable como cristiano por la cruz pero que resulta portador de un mensaje de la más remota antigüedad: símbolos exactamente iguales están representados en cerámicas ibéricas o petroglifos prehistóricos como los de San Isidro de Montes, en Pontevedra, o - sin los puntos – en grabados rupestres de sitios tan distantes y diversos como Alemania, el Atlas, la ladera de Jurán en la Isla del Hierro, en representaciones pictóricas tan aparentemente dispares como la de los Dogones en Mali, la de los indios lakotas o arapahoes en EE.UU. o la utilizada por los chamanes mayas, o bien como letra o ideografía en una de las tablillas de Glozel de una presumible edad mínima de 13.000 años, o sea perteneciente al período magdaleniense; un signo presente en una amplia geografía europea y atlántica. La cruz con el círculo, la cruz celta, es la ancestral simbología del Todo, del Mundo, símbolo solar, luz de vida, el Todo sin el cual nada existe. La luz. La misma que guió a los pastorcillos en la Santa Cueva de Montserrat o la luz interior que iluminó al abad para que la línea de su vida fuera como la que unía sus tres monasterios. El círculo del sol, el círculo del universo, el círculo de la Tierra, sin principio ni fin, y, dentro de él, la cruz que señala los cuatro puntos cardinales más los cuatro puntos interespaciales que encontramos en el caso del Abad Oliba. Ocho. El infinito, el número de la resurrección, de la justicia y del equilibrio, entre otros simbolismos atribuidos por la tradición esotérica.
La evolución más que ruptura de la religión, la pervivencia en los albores del segundo milenio de arcanos saberes y creencias, constituye una pervivencia que encontramos también en una bella composición del monje Garcies de Cuixà, hagiógrafo de su contemporáneo Oliba, en la que – en una veneración a la naturaleza - volvemos a apreciar la conexión con el mundo antiguo :
“És aquest lloc, entremig de la partió d’Hispània i de la Gal.lia, en un replec i enfront del Canigó, muntanya de gran celebritat i anomenada. La vall on s’assenta s’estén llargament i per ella decorren les belles aigües del Litron, d’una suau cançó rodoladora. Déu ama aquesta bella solitud, voltada d’arbres antics de dies i de boscatges plens de religió. Diria hom que els àngels vaguen entremig dels troncs sota la pau de les altes brancades”.
(“Es este lugar, en la divisoria de Hispania y la Galia, en un rincón y frente al Canigó, montaña de gran celebridad y renombre. El valle donde se asienta se extiende a lo largo y por el corren las bellas aguas del Litrón, de una suave canción rodadora. Dios ama esta bella soledad, rodeada de árboles antiguos de días y de bosques llenos de religión. Se diría que los ángeles vagan entre los troncos bajo la paz de los altos ramajes.”)
Bosques “llenos de religión”. De religión. Es decir donde se oficiaba la liturgia al modo druidico. Estaba presente en el año mil la antigua sacralidad de los bosques.

APUNTE FINAL
Cabe destacar el caso de un monasterio muy cercano a la línea, tan cercano que incluso, de aceptar un pequeño margen de error, podríamos incluirlo en ella: Sant Martí del Canigó. Este monasterio, como Cuixà en la vertiente francesa del Pirineo, situado sobre un verdadero nido de águilas en la majestuosa montaña del Canigó, está a poco más de un kilómetro de distancia al este de la gran senda. Un kilómetro sobre 120. El abad Oliba intervino en la construcción y consagración de una abadía que recoge en su seno las advocaciones de Cuixà, Ripoll y Montserrat: la cripta, en contacto con la Madre Tierra, está dedicada a Sta. María, y en el primer piso del campanario se encuentra la capilla dedicada a San Miguel, potencia celestial dominadora de la serpiente, de la vieja senda recta.
Oliba pasaría los últimos años de su vida haciendo ejercicio de penitencia en el monasterio sobre el alto roquedo, sobre el “Quer” o “Car” sagrado desde la más remota antigüedad, el “Quer” o “Car” que nombra a puntos tan alejados entre sí como Carmona o Cardiff, Carnac en Bretaña o Karnak en Egipto, o los más cercanos Queralt o El Quer Foradat.
Desde la abadía de Sant Martí del Canigó, el abad Oliba podía contemplar el valle por el cual transcurre la gran línea recta que había constituido el eje de su vida. Una senda invisible. ¿Invisible también en sus días?

© Martí Pié

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